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¿Quiero ser bahá'í?
Espiritualidad

¿Dios está muerto? ¡Estaba decidida a descubrirlo!

Anne Gordon Perry | Oct 9, 2020

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Anne Gordon Perry | Oct 9, 2020

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Cuando tenía 5 años, vi las palabras «Dios está muerto» inscritas en una chaqueta, en una de las fiestas de mis padres. Sin saber nada de Nietzsche, el existencialismo, u otros movimientos del siglo XX que declinaban el significado o la deidad, me propuse averiguar si era verdad – ¿estaba Dios realmente muerto?

A la mañana siguiente, me escapé de la casa y corrí a la iglesia, donde pensé que «vivía» Dios (cerca del techo, por supuesto). Entré en el santuario a través de su pesada puerta exterior (en aquellos días, la puerta nunca se cerraba con llave), y subí al alto andamio que se había colocado allí para las renovaciones. Es ahí donde los obreros me encontraron al comienzo de su jornada, conversando pacíficamente con Dios.

El filósofo alemán Friedrich Nietzsche fue famoso por hacer la declaración «Dios ha muerto» en varias de sus obras.

En la universidad, investigué, encontrando intolerable la posibilidad de la ausencia de creencia. Me volví vegetariana, practiqué yoga, leí a Emerson, probé el ritual católico, canté, me levanté al amanecer, me inicié en la meditación trascendental y tomé una clase de religión comparativa. Descubrí un hilo conductor entre todas las religiones y me sentí atraída a descubrir su fuente.

En una fiesta de piscina en mi ciudad natal Little Rock, Arkansas, fui recompensada. Al hablar de la esencia de la revelación religiosa, conocí a un joven llamado Frank que me habló de la fe bahá’í, una religión relativamente nueva que abarcaba todos los credos. Aunque en ese momento pensé: «Seguramente, ya sabría de ella, si realmente fuera La Respuesta», me prestó un libro y lo llamé más tarde esa semana para aprender más.

Después de leer una frase del libro que Frank me había dado, me puse a caminar con agitación. Me di cuenta de que o bien contenía la respuesta a todas mis preguntas, o bien era algo en lo que no debía profundizar. Cuando Frank llegó, su conocimiento de la fe bahá’í se agotó en unos minutos. Él mismo no era bahá’í; solo había tenido una conversación con un bahá’í, quien le había dado ese libro.

«Tal vez podríamos llamar a alguien en St. Louis o Memphis para conocer más», le sugerí.

«Tal vez haya alguien en Little Rock.»

¡Sí que la había! Estaba nerviosa, le hice sostener mi mano mientras marcaba el número guardado en teléfono como «la fe bahá’í». «Tenemos algunas preguntas que hacerle», declaré. Fuimos invitados esa noche para hacerlas.

La casa estaba llena de gente joven y mayor, blancos y negros. Me pregunté por qué eran tan joviales, tan comunitarios, cuando estábamos buscando seriamente la verdad.

Hice preguntas que había guardado durante años, y una por una, fueron contestadas. Mi pastor no me había dado respuestas satisfactorias, ni tampoco los otros caminos que había explorado. Estaba atónita. ¿Qué tenía esta fe que proporcionaba tal profundidad de comprensión?

Unas semanas después regresé con una pregunta enorme, después de haber leído esa tarde una cita de la «Tabla del Verdadero Buscador» del profeta y fundador de la fe bahá’í, Bahá’u’lláh:

Cuando un buscador verdadero decide dar el paso de la búsqueda por el camino que conduce al conocimiento del Anciano de Días, debe antes que nada purificar su corazón, que es la sede de revelación de los misterios interiores de Dios, del polvo ofuscador de todo conocimiento adquirido y de las insinuaciones de las personificaciones de la fantasía satánica.

«¿Cómo se libra uno del polvo ofuscador del conocimiento adquirido y las insinuaciones de las personificaciones de la fantasía satánica?», pregunté.

Después de conversar sobre el significado del pasaje, me hicieron una pregunta: «¿Quieres ser bahá’í?».

«Oh, no podría», dije, dudando de mi propia capacidad, ya que sabía que ser un bahá’í significaba amar a toda la gente del mundo y trabajar por el bien de la humanidad.

Los bahá’ís me dijeron que a ‘Abdu’l-Bahá, el hijo de Bahá’u’lláh, le habían preguntado cómo uno puede convertirse en un bahá’í. «Poco a poco, día a día», respondió. También explicó, «Ser un bahá’í significa, sencillamente, amar a todo el mundo; amar a la humanidad y tratar de servirla; trabajar por la paz y la hermandad universal«.

Mi vida durante los últimos 40 años ha sido tan diferente de lo que hubiera sido si no hubiera abrazado la fe bahá’í, que promueve la igualdad de género y raza, la unidad esencial de las religiones, la importancia de las artes, y la idea de que el trabajo en espíritu de servicio es adoración. Encontré una fe que reconcilia la ciencia y la religión y predice la inevitabilidad del surgimiento de una civilización mundial con el sello de la paz, la cual se alcanzará una vez que la humanidad supere una adolescencia tormentosa y entre en la madurez. En el núcleo de mis viajes (a Israel, India, Panamá, Australia, Europa, Canadá, varias islas del Caribe y otros lugares), de mi vida académica y mi enseñanza, de mis artes (escritura, teatro, danza, cine), de mi vida comunitaria, de mi vida de casada y de mis pensamientos sobre el próximo mundo, se encuentra una creencia básica en el significado del cosmos y la realidad de la divinidad.

La adoración puede ser comunal, especialmente a través de la música y otros vehículos de inspiración, y también puede ser privada. Dentro del universo del yo, puede haber un espectro de sentimientos entre la duda y la certeza. A menudo, confiamos en nuestros propios poderes en lugar de fusionarlos con los del Absoluto. Damos la vida por sentado, sin darnos cuenta de que los propios átomos de nuestro ser se mantienen unidos por el amor de Dios. Nos quejamos de nuestras propias pruebas y tribulaciones, sin entender que están hechas a medida para nuestro propio avance y desarrollo. Y tal vez no vemos cómo nuestras acciones son o pueden ser una forma de adoración.

La oración puede dar los resultados más interesantes, incluso cuando Dios podría parecer, como dice una oración bahá’í, «el más oculto de lo oculto». Uno de los resultados más dramáticos de mis oraciones se refería a un fardo de heno. Necesitaba uno para cubrir mi jardín y una mañana oré para que Dios me diera uno. Tuve que ir al banco ese día, y allí, para mi asombro, en el estacionamiento había un camión lleno de fardos de heno. Nunca antes o desde entonces he visto un camión estacionado lleno de fardos de heno. Me paré al lado y cuando el conductor salió le pregunté si podía comprar uno; ¡estaba feliz de dármelo!

¿Cómo es posible? Dentro de la respuesta hay un profundo misterio y una sublime correlación. No necesité subir a los andamios para hablar con el techo de una iglesia para refutar la especulación «Dios está muerto». En las cámaras del corazón humano hay un amplio espacio para explorar las conexiones divinas, a través del asombroso acto de volverse hacia nuestro creador.

En mi caso, la búsqueda ha sido ampliamente recompensada.

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