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Historia

El amor que dejó atrás suyo: la ascensión de Abdu’l-Bahá

From the Editors | Nov 27, 2022

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Naturalmente, cuando alguien a quien amamos fallece, nos lamentamos, nuestros corazones quedan doloridos por la pérdida, golpeados y tristes por su partida. Lo que realmente extrañamos, sin embargo, es el amor.

No recibimos ningún regalo más grande en este mundo que el amor desinteresado de otra persona. Cuando la fuente de ese amor se va y nos deja atrás, sentimos tristeza. Sentimos profundamente la ausencia de su amor, esto rompe nuestros corazones y crea un hueco en él.

Los escritos bahá’ís dicen: «¡Qué poder es el amor! Es el más maravilloso, el más importante de todos los poderes vivientes. El amor confiere vida a los que no la tienen. El amor enciende una llama en el corazón helado. El amor concede esperanza a los desesperados y alegra las almas de los angustiados». – Abdu’l-Bahá, La Sabiduría de Abdu’l-Bahá, pág. 219.

Si alguna vez ha perdido a un ser querido, sabe que el amor realmente «hace que la existencia sea eterna», porque el amor real persiste incluso después de que el ser querido haya pasado a la siguiente etapa de la existencia, dejando al resto de nosotros atrás en este plano físico.

Los bahá’ís sienten ese amor y pérdida, mientras los seguidores de Bahá’u’lláh en todo el mundo celebran el aniversario del fallecimiento de Abdu’l-Bahá, quien hizo su viaje al reino de la eternidad hace 97 años.

Abdu’l-Bahá dejó un legado global de gran servicio y devoción desinteresada a las enseñanzas bahá’ís de paz, amor y unidad. En una charla informal que dio a un grupo de estudiantes universitarios hace más de un siglo, Abdu’l-Bahá definió cómo un legado de amor de la siguiente manera. E inadvertidamente, describió su propio legado:

«Es mi esperanza que por las dádivas del Señor de las Huestes lleguéis a ser la esencia espiritual y el esplendor mismo de la humanidad, enlazando los corazones de todos con lazos de amor; que por el poder de la Palabra de Dios deis vida a los muertos que ahora están sepultados en las tumbas de sus deseos sensuales; que con los rayos del Sol de la Verdad restituyáis la vista a aquellos cuyo ojo interior está ciego; que llevéis curación espiritual a los espiritualmente enfermos. Éstas son las cosas que espero de las mercedes y las dádivas del Amado.

En todo momento hablo de vosotros y os recuerdo. Ruego al Señor y con lágrimas Le imploro que haga descender todas estas bendiciones sobre vosotros y alegre vuestros corazones, y haga dichosas vuestras almas, y os conceda gran gozo y delicias celestiales…». – Abdu’l-Bahá, Selecciones de los Escritos de Abdu’l-Bahá, pág. 30.

A los 77 años de edad, preso y exiliado la mayor parte de su vida y una de las figuras públicas más queridas del mundo, Abdu’l-Bahá murió el 28 de noviembre de 1921. El líder de la comunidad bahá’í, nacido con el nombre de Abbas Effendi y cariñosamente llamado El Maestro; el hijo de Bahá’u’lláh, el profeta y fundador de la Fe Bahá’í, y el centro de su Alianza; muy respetado y venerado en todo el mundo por su servicio a la humanidad y su ferviente defensa a la paz y la unidad; nombrado caballero por el Imperio Británico por su trabajo por alimentar a los pobres y evitar el hambre en Palestina durante la Primera Guerra Mundial; Él pasó pacíficamente al otro mundo a la 1 de la madrugada.

Su paso desató una avalancha de profunda angustia y dolor, no solo para los bahá’ís, sino para todos los que lo conocían o sabían de él, para los creyentes en todas las religiones y para aquellos que no tenían religión. El funeral de Abdu’l-Bahá hizo lo que él había enseñado durante su vida, reuniendo en unidad incluso a la Tierra Santa, famosa por sus profundas divisiones, atrayendo a los dolientes y admiradores de todas las religiones, razas, antecedentes y clases .Una gran e intensa sensación de pérdida y dolor se apoderó de todos, y esto los unió .En Tierra Santa, el impacto sin precedentes de Abdu’l-Bahá, y el derramamiento de emociones que lo acompañaron, dieron como resultado un funeral como el que nadie había visto jamás.

El servicio funerario y el entierro de Abdu’l-Bahá se llevaron a cabo el día después de su fallecimiento, el martes 29 de noviembre de 1921, en la ladera del Monte Carmelo en Haifa, Palestina (actual Israel).

Nadie había visto nada igual. Miles y miles de personas caminaron por la montaña para presentar sus respetos. «Una gran multitud», escribió el Alto Comisionado Británico de Palestina, «se había reunido, lamentando su muerte, pero también regocijándose por su vida».

El Gobernador de Jerusalén dijo: «Nunca he conocido una expresión más unida de pesar y respeto de lo que fue invocado por la absoluta simplicidad de la ceremonia».

Los periodistas estimaron que asistieron más de diez mil personas: árabes, turcos, persas, kurdos, armenios, europeos, estadounidenses, judíos, católicos, ortodoxos, anglicanos, musulmanes, drusos y bahá’ís, funcionarios gubernamentales y clérigos y los más ricos y los más pobres, todos allí para mostrar su profundo respeto por el hombre que un periódico llamó «La personificación del humanitarismo». Luto, gemidos y lamentos, la gran multitud colectivamente sintió una sensación tan profunda de pérdida que muchos de los asistentes lucharon poderosamente con sus emociones.

Y tenían razones para llorar. Los dolientes reunidos habían perdido a alguien tan único y humilde, tan sabio y desinteresado y dedicado al servicio de los demás, que temían haber perdido algo irreemplazable, algo enormemente precioso, no solo un hombre, sino un alma verdaderamente heroica y trascendente. Muchos en esa multitud gigantesca literalmente le debían la vida a Abdu’l-Bahá, ya sea por las generosas donaciones que les había dado a los pobres durante décadas o por el grano que había almacenado para alimentar a las personas hambrientas de Palestina durante lo que llamaron «La Gran Calamidad», el largo período en que la Primera Guerra Mundial había separado a su país de los suministros de alimentos.

Un viejo dicho afirma que puedes juzgar a un hombre por las lágrimas derramadas en su funeral. Si eso es cierto, entonces el entierro de Abdu’l-Bahá produjo uno de los derramamientos de lágrimas más espontáneos, profundos y públicos, una expresión de afecto, calidez y ternura que Tierra Santa jamás había presenciado, y demostró la enseñanza de Abdu’l-Bahá de que el amor dura eternamente.

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