Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
Al final del bachillerato y comenzando mi carrera universitaria, el corazón de mi vida intelectual y espiritual apuntaba a un nuevo experimento — ver si era capaz de probar o desmentir los principios bahá’ís.
Si los prosélitos tocaban a la puerta, los invitaba a pasar para ver si podían refutar este concepto u ofrecer algo mejor. Hacía lo mismo con varios de los pastores asociados con la Iglesia Metodista de San Marcos. Mis discusiones con mis compañeros de bachillerato se centraban en su totalidad en las ideas y los principios bahá’ís.
Cuando llegué a (la universidad) Vanderbilt el año entrante, continué mi búsqueda. En seminario de historia hice un informe sobre la teoría bahá’í de la historia. En mi clase de literatura, hice un trabajo comparando la imagen cínica y tenebrosa en “La segunda venida” del poeta Yeats, con la noción bahá’í de la segunda venida y el final de los días como algo oportuno—como la llegada de la humanidad a su mayoría de edad, contrario a cualquier concepto del fin de los tiempos. Con mis amigos y compañeros hacía lo mismo, no enseñaba ni predicaba ni vindicaba, sino que investigaba, probaba para desafiar la teoría bahá’í de la realidad.
Entre más buscaba alcanzar este objetivo, más me implicaba personalmente en la respuesta por una razón bastante evidente. Sabía que si esta teoría de la realidad era correcta, difícilmente la podría rechazar. No podía simplemente reconocer su validez sin implicarme en el curso de acción que ofrecía como medio para lograr la intención divina que Dios había elaborado para la edad en la que vivo.
Por otro lado, si encontraba algún defecto en la lógica o alguna falsedad en las teorías o prácticas de la religión bahá’í, naturalmente tendría que ayudar a mi hermano a descubrir el error en el camino que había escogido.
Los textos bahá’ís en el original idioma persa usan a menudo la palabra mizan. La asocio más con una charla de ‘Abdu’l-Bahá, en su referencia a la norma o medida que podemos usar para medir nuestro propio carácter y progreso. Mizan se refiere a la “balanza”, como la de una báscula, el tipo de balanza donde uno pone una cantidad de algo de un lado y la equilibra con pesas precisas del otro. Cuando la balanza está igual, se ha logrado el equilibrio, simplemente sumamos el peso para ver cuánto tenemos, ya sea de oro o de cualquier otra cosa.
Metafóricamente, el término “balanza” o mizan se refiere a la norma con la que nos medimos o evaluamos, a nosotros mismos o nuestro desempeño. Antes de Copérnico, todas las observaciones de los movimientos de las esferas celestas se sopesaban contra la norma aceptada que había establecido Ptolomeo—el mizan científico de esa época. Evidentemente, la precisión de una “balanza” o “norma” se fundamenta sobre la base de cuánto se ajusta el mizan mismo a la realidad. Con el tiempo se descubrió que la norma geocéntrica de Ptolomeo contenía defectos graves—esto significaba que la mayoría de los cálculos basados en ese mizan eran igualmente imprecisos.
Realimente es un acertijo, si lo piensas—si compras una balanza y un juego de pesas, es fácil poner “a cero” la balanza, para que esté equilibrada, pero ¿cómo estar seguros de que las pesas que compramos del proveedor de pesas, pesan lo que indican? ¿Quién las midió? Si las hicieron en una fábrica, ¿cómo asegurarnos que las máquinas de la fábrica no sean un poco defectuosas? Como preguntaba el escritor satírico romano Juvenal, ¿quién juzgará a los jueces? ¿Quién pesa las pesas de la fábrica de pesas? Y si alguien las revisa periódicamente, ¿cómo saber que usan pesas adecuadas?
En el tren religioso, la tradición en la que crecí, no figuraba esa pregunta. El tren mismo era su propia razón de ser. No ponderamos la decisión en cuanto al lugar que se nos estaba transportando, ni si era o no buena decisión ir ahí, porque nunca se nos dio a entender que podíamos o debíamos hacer tales preguntas. Este tren normativo era especialmente inmune a las preguntas. La religión era más o menos el nombre que llevábamos, una organización a la que pertenecíamos, muy parecida a una fraternidad de personas de pareceres similares. Nuestra afiliación religiosa aparecía en conversaciones, pero para la mayoría de las personas en el tren, no era el principio organizativo de nuestras vidas cotidianas, ni se suponía que lo fuera. La religión atendía el ser interno de los domingos. Las reglas del comercio y altas finanzas gobernaban el mundo real.
Pero más y más, después de dejar el orden social prescrito por el sistema de fraternidad, empecé a sopesar el resto de mi realidad, usando el mizan de las enseñanzas bahá’ís como mi estándar. Lo hice porque lo que me proponía era la posibilidad de una forma de vida plenamente integrada en la que todo lo que aspiraba o hiciera podía articularse y evaluarse con una perspectiva única y coherente, una visión de mundo que era a la vez personal, pero totalmente omnipresente. Como una teoría de campo unificado de metafísica, se logró un equilibrio entre ciencia y religión, entre mente y espíritu:
Considerad lo que distingue al ser humano de entre todos los seres creados y hace de él una criatura diferente. ¿No es su poder de razonar, su inteligencia? ¿No debe hacer uso de ellos para el estudio de la religión? Yo os digo: pesad cuidadosamente en la balanza de la razón y de la ciencia todo lo que os sea presentado como religión. ¡Si pasa esta prueba, aceptadla, pues es la verdad! ¡Si, por el contrario, no se ajusta a ella, rechazadla, pues es ignorancia!
¡Observad a vuestro alrededor y ved cómo el mundo de hoy está sumergido en la superstición y en las formas externas!
Es imposible que la religión sea contraria a la ciencia, aun cuando algunas inteligencias sean demasiado débiles o demasiado inmaduras para comprender la verdad.
Dios ha hecho que la religión y la ciencia sean la medida, por así decirlo, de nuestro entendimiento. Estad alertas para no menospreciar tan maravilloso poder. Pesad todas las cosas en esta balanza. — ’Abdu’l-Bahá, La sabiduría de ’Abdu’l-Bahá, páginas 175-177
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