Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
Una noche de febrero de 2005, a eso de las tres de la madrugada, estaba despierto recitando mis oraciones bahá’ís, cuando se me agolparon varios pensamientos e imágenes en un solo momento.
En aquel momento me enfrentaba al tremendo reto de sentir amor por otra persona. Nuestra amistad pura y nuestros discursos habían sido un gran alivio, como respirar aire espiritual después de no haber tenido oxígeno durante mucho tiempo. Pero estaba preocupado y confundía lo que sería la plenitud en el amor espiritual con mis expectativas de esa otra persona.
Mi angustia por esto me había abrumado durante algún tiempo. Quería liberarme de ella de algún modo. Me di cuenta de que necesitaba desapegarme, cambiar realmente la forma en que mi mente y mi corazón percibían. En este punto de mi oración se me ocurrió que podía transformar mi apego equivocado intentando cambiar mi enfoque para servir a la humanidad e iluminar sus corazones, como recomiendan los escritos bahá’ís:
Debéis resplandecer como el rayo y lanzar un clamor como el del ingente mar. Al igual que un cirio debéis derramar vuestra luz, y habéis de soplar por todo el mundo como las suaves brisas de Dios. Como fragantes hálitos de los prados celestiales, como vientos cargados de almizcle que provienen de los jardines del Señor, debéis perfumar el aire para el pueblo del conocimiento y, al igual que los esplendores derramados por el Sol verdadero, debéis iluminar los corazones de la humanidad.
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Entonces tuve la repentina conciencia de que en realidad no amaba el servicio a la humanidad con la profundidad que debería. Afortunadamente, junto con esa dolorosa conciencia vino la comprensión de que, con ayuda y esfuerzo, podía transformar esto, esto que sentía como un amor humano espiritual muy profundo por una persona, en un amor mayor por todas las personas. Con diligencia, me di cuenta, podía transformar de alguna manera mi comprensión de la realidad. En ese momento de oración, mi corazón se encendió al sentir mi propia impotencia para transformarme.
En ese momento estalló un relámpago en el patio trasero, junto con un tremendo trueno que retumbó en toda la casa y en mis propios huesos. Los niños se despertaron sobresaltados: primero se despertó May, luego Marta y Enoc. Tuve que dejar de orar para consolarlos.
Al día siguiente, mi entonces cuñado vino a visitarme y, mientras tomábamos el té, cambió el rumbo de la conversación y dijo: «Acabo de recordar la época en que el querido Dr. Ugo Giachery salía de Sydney camino de Samoa. Un amigo me llamó a altas horas de la noche y me sugirió que fuera al aeropuerto a despedirle, ya que nadie más sabía que estaba de visita y sería una oportunidad para pasar unos breves momentos a solas con él. Era un hombre increíble. ¿Por qué acabo de recordarlo?».
Sentí que esas palabras iban dirigidas a mí. Mientras hablaba, recordé que en 1988 había leído el libro Shoghi Effendi: Recollections, del doctor Giachery, y le había escrito una carta para expresarle mi admiración por su amor y devoción al haber arriesgado su vida organizando la salida de Italia de materiales de construcción únicos durante la Segunda Guerra Mundial. Estos materiales se utilizaron para la superestructura de un Santuario bahá’í y el edificio de los Archivos Internacionales en Haifa, Israel.
Había terminado mi carta al Dr. Giachery pidiéndole que no sintiera la necesidad de responderme, porque sabía que estaba muy enfermo. Unas semanas más tarde recibí una carta suya, escrita de su puño y letra, inclinada sobre la página, como si la hubiera escrito desde la cama del hospital. Había escrito palabras profundamente tiernas, tan cariñosas y generosas que me sentí como si fuera uno de sus propios nietos. Falleció poco después de enviarme aquella carta. A menudo recordaba sus palabras y su afectuosa conexión, y esperaba poder hacer cosas en este mundo que alegraran su corazón en el otro mundo, aunque lo sentía más allá de mi capacidad.
Recordé la carta del Dr. Giachery y sentí la coincidencia de que el recuerdo de mi cuñado se produjera el día después de que aquel rayo hubiera respondido a mi comunión nocturna. Me excusé y fui a orar para pedir orientación que me condujera a significados más profundos.
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Hay infinitas maneras de pedir orientación, pero lo importante es que, sea cual sea la forma en que lo hagamos, creemos un espacio para ralentizar nuestras vidas y escuchar con confianza. Creo, como Abdu’l-Bahá señaló en este discurso que dio en Londres, que los que están en el otro mundo son entonces capaces de interactuar con nosotros –no de una manera abierta, sino en un sentido espiritual:
En la oración hay una estación entremezclada, una fusión de condiciones. Rezad por ellos ¡tal y como ellos rezan por vosotros! Si atravesáis apuros y estáis en actitud receptiva, ellos son capaces, sin que os percatéis, de haceros sugerencias. Algunas veces esto es lo que ocurre en sueños. ¡Pero no hay relación fenoménica! Lo que parece un encuentro fenoménico posee otra explicación». El preguntador exclamó: «¡Sin embargo, yo he escuchado una voz!» ’Abdu’l-Bahá dijo: «Sí, eso es posible; en los sueños escuchamos claramente las voces. No es con el oído físico con el que escuchas. El espíritu de los que han fallecido está libre del sentido vital, y no se sirven de medios físicos. No es posible explicar estos grandes temas con palabras humanas…
La cuestión no es tanto la forma, sino el enfoque, la intención y la humildad de la petición. Así que, tanto si prefieres buscar respuesta a la oración a través de la naturaleza, la música o escuchando a los niños, todos estos son medios potenciales de interacción con el reino espiritual cuando se hacen con espíritu.
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