Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
Cuando volví de Vietnam, como muchos ex soldados, la guerra me había traumatizado completamente. Como joven de 20 años, experimenté cosas horribles que ningún ser humano debería presenciar.
De regreso a casa, creí que había sobrevivido, pero la guerra continuó… dentro de mí.
Durante el día, cada vez que oía un ruido fuerte y repentino me tiraba al suelo. Por la noche me despertaba golpeando y gritando, bañado en sudor, convencido por una pesadilla recurrente de que estaba de regreso en el campo de batalla.
Traté de encontrar la normalidad. Regresé a la universidad, pero los estudiantes que encontré allí, que tenían casi la misma edad que yo, parecían irremediablemente jóvenes, ingenuos y frívolos, niños sin la menor idea. Mi personalidad parecía cambiar, antes era feliz, ahora me costaba mucho sonreír. No soportaba ver a nadie viendo televisión, estaba convencido de que no tenían ni idea de cómo era el mundo real, que estaban desperdiciando sus vidas mientras mis amigos perdían la suya.
Me relacionaba con muy pocas personas, no confiaba en nadie, me enojaba con facilidad, me costaba mucho trabajo formar y mantener relaciones, guardaba mis sentimientos y pensamientos para mí mismo, y caminaba por el mundo tratando de funcionar, pero en realidad vivía en un constante estado de hiper-vigilancia, convencido más allá de cualquier razón de que el destino pronto me encontraría y me mataría.
En ese entonces, a principios de los 70s, el término «desorden de estrés post-traumático» no había sido inventado todavía, pero mirando hacia atrás ahora, me doy cuenta de que tuve todos los síntomas y algunos más.
Afortunadamente, tenía un lugar al que acudir, un refugio espiritual en la hora de mi necesidad más profunda. Las enseñanzas bahá’ís me ayudaron a mantenerme íntegro. Afortunadamente, también me ayudaron a no buscar refugio en aquella anestesia despiadada de la adicción al alcohol o las drogas, como hicieron muchos de mis compañeros veteranos. En cambio, durante bastante tiempo sufrí solo, nadando en una piscina fétida de aislamiento, tristeza, furia, duda y dolor. No busqué ayuda profesional o asesoramiento, completamente convencido de que nadie podía entender lo que había visto o por lo que estaba pasando.
Sin embargo, poco a poco descubrí que una disciplina espiritual diaria de meditación, oración y lectura desde las profundidades del océano de los escritos bahá’ís me ayudaron enormemente. En ese estado de oración, aprendí que podía centrarme en una realidad mística trascendente, encontrar un lugar interior de calma, paz y seguridad, y aliviar mi psiquis herida. Después de unos años dedicándome a esa práctica, los síntomas más pronunciados del TEPT comenzaron a desvanecerse. Mis relaciones profundas y amorosas con mi esposa y mis hijos también me ayudaron enormemente.
Aun así, han pasado más de cincuenta años desde esa guerra y sigo sintiendo sus efectos todos los días. Afortunadamente, las pesadillas ya casi no me visitan, y ahora he desarrollado formas de confiar en más gente que antes, pero esa conciencia hiper-vigilante nunca se ha ido. No puedo sentarme de espaldas a la entrada en un lugar público. Lucho contra la tendencia al cinismo, pero, ¿quién no lo hace en estos días? Las conversaciones triviales tienden a hacerme salir inmediatamente del lugar. Tengo un caparazón emocional de autoprotección más duro de lo que me gustaría tener, y mi ira a veces saca lo peor de mí si no tengo cuidado. Personalmente, siento que todavía tengo un largo camino por recorrer.
Pero este es el punto de todo esto – me tomó muchos años reconocer que el TEPT no viene solo de las experiencias traumáticas en sí. Viene de algo mucho más profundo: el hecho de que la guerra rompe todas las suposiciones sobre el mundo como un lugar justo y moral.
Cuando somos niños, si crecemos en un entorno familiar normal o incluso casi normal, si tenemos algún tipo de formación espiritual, si nuestro hogar no está en caos siempre, si recibimos una educación relativamente sólida, segura y cariñosa, normalmente llegamos a interiorizar y a creer en alguna versión básica de justicia y equidad, lo que nos permite basar nuestras vidas en la suposición de que existe un tipo de orden moral en el universo.
Nuestros padres, si no están totalmente ausentes o si no son disfuncionales o alcohólicos o enfermos mentales, normalmente nos enseñan la simple y normal ecuación de la niñez de que el buen comportamiento resulta en recompensas, y el mal comportamiento resulta en castigos. En una sola palabra, nos enseñan la confianza. Por consiguiente, crecemos confiando en que la realidad tiene alguna semblanza de justicia en su interior, y como adultos tendemos a considerar la vida como una especie de equilibrio inherente, en el que la recompensa y el castigo acompañan a un sentido del bien y del mal. Creer en este orden moral intrínseco del universo significa que nos adherimos a los resultados habituales y predecibles que van con aquel código.
La guerra destruye completamente esos supuestos, porque ese infierno humano no tiene moralidad.
En la guerra, las ecuaciones humanas habituales de lo correcto y lo incorrecto se rompen y colapsan completamente. La bondad te matará. En cambio, la guerra recompensa el mal comportamiento, incluso los peores tipos de comportamiento cruel, malvado y homicida. La guerra es fundamentalmente anti-humana. A diferencia de los mitos y las películas, la guerra no tiene cualidades rescatables. La guerra convierte toda la moralidad en una farsa y un caos, que trastorna y destruye todo lo bueno, lo decente y lo amable que alguna vez quisiste, aprendiste o viste.
Las enseñanzas bahá’ís llaman a la guerra «oscuridad sobre oscuridad», como en este pasaje de ‘Abdu’l-Bahá escrito inmediatamente después de que terminara el horror de la Primera Guerra Mundial:
Esta reciente guerra ha demostrado al mundo y a las gentes que la guerra es destrucción, mientras que la paz universal es construcción; la guerra es muerte, mientras que la paz es vida; la guerra es rapacidad y sed de sangre, mientras que la paz es beneficencia y compasión; la guerra pertenece al mundo de la naturaleza, mientras que la paz es el fundamento de la religión de Dios; la guerra es oscuridad de oscuridades, mientras que la paz es luz celestial; la guerra es el destructor del edificio del género humano, mientras que la paz es la vida sempiterna del mundo de la humanidad; la guerra es como un lobo voraz, mientras que la paz es como los ángeles del cielo; la guerra es la lucha por la existencia, en tanto que la paz es ayuda mutua y cooperación entre los pueblos del mundo y es causa de la complacencia del Verdadero en el dominio celestial.
Normalmente pensamos en la guerra como muerte y destrucción visible – la toma de la vida física de las personas y la destrucción de ciudades, pueblos y aldeas. Pero la muerte y la destrucción de la guerra también ocurre a un nivel mucho más profundo, destruyendo la confianza en los demás, demoliendo los fundamentos morales y espirituales de la humanidad y matando la humanidad en los propios humanos. La guerra no sólo destruye el cuerpo, sino que también puede destruir el alma. Peor aún, no sólo destruye el alma de los individuos, sino que también destruye el alma de pueblos y países enteros. Al igual que el ácido, corroe el alma de la sociedad que paga la guerra.
Es por eso que las naciones que financian la guerra tienen problemas tan graves después. Las estadísticas han demostrado que en la mayoría de los países, cuando los soldados regresan a casa, las tasas de criminalidad aumentan inevitablemente, los matrimonios fracasan a un ritmo mayor, las familias se destrozan, las adicciones proliferan, los costos de los servicios sociales aumentan y sociedades enteras pierden su estabilidad. «Como un lobo voraz«, ‘Abdu’l-Bahá llamó al impacto de la guerra, entendiendo sus efectos tanto inmediatos como a largo plazo.
Medio siglo después, me doy cuenta de que todavía estoy furioso.
Estoy furioso por el derroche total de la guerra, por la pérdida devastadora de tantos amigos, por la muerte de tantos completos desconocidos, por el asesinato de tantos niños, por el despilfarro innecesario de recursos que podrían haber ido a parar a fines positivos, por las heridas, físicas y psicológicas, que tantos aún soportan, por la crueldad y la ruina moral, por la ira y el dolor que tantos han sufrido, por la destrucción de la Tierra y su frágil medio ambiente, por la arrogancia y la estupidez y la locura de mis semejantes que aún esperan que la guerra resuelva algo, por la pérdida masiva de vidas y de amor y confianza. Qué desperdicio.
Con esta furia ardiendo dentro de mí, hasta el día de hoy me resulta difícil superar el gran descontento y la victimización que a veces siento por haberme visto obligado a ir a la guerra. Pero bueno, todos tenemos nuestros problemas, ¿verdad? Ciertamente las tenemos, y con razón. Ninguna vida humana escapa al dolor y al sufrimiento, por lo que estamos obligados a tener una sensación de que somos víctimas de nuestro sufrimiento.
Sin embargo, soportar esos profundos agravios es una carga pesada, ¿no es así? Ese peso psíquico de dolor y pena puede impedirnos vivir con alegría y felicidad, y puede contribuir a perpetuar más dolor, pena y violencia también.
Debido a que muchos de nosotros vivimos en culturas en las que tiende a predominar un sentido de agravio y victimización, he querido escribir esta serie de ensayos para explorar ese fenómeno, tratar de sacarlo de mi propio sistema, y ver si podemos encontrar algún consuelo, y algunas respuestas, en las enseñanzas de los bahá’ís.
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