Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
Cuando le conté a mi grupo de escritores que pronto cumpliría 60 años de casada con mi marido, Don, la conversación dio un giro inesperado.
Normalmente, cuando se conoce que alguien lleva mucho tiempo casado, la gente quiere saber cuál es el «secreto» de una unión tan duradera. Pero nuestra conversación derivó hacia el concepto del amor en sí mismo. Nos preguntamos: ¿Qué es el amor?
De vuelta a casa, empecé a reflexionar sobre esa pregunta y, naturalmente, me llevó a poner por escrito mis pensamientos para intentar responderla. Por supuesto, sólo podía aplicar mi respuesta a nuestra relación, ya que la respuesta será diferente para cada pareja.
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¿Es el amor ese cosquilleo que recorre todo el cuerpo como si te hubiera alcanzado un rayo? Tal vez sea la presión en el pecho que parece empujar el corazón palpitante hacia la garganta hasta que parece que cada respiración se convierte en una hazaña digna de los Juegos Olímpicos.
¿Podría ser la sensación de que alguien ha soltado un montón de mariposas en tu vientre? ¿O las tonterías que salen de tu boca aturdida porque se te estropean las sinapsis cerebrales cada vez que intentas hablar?
¿Son esas las señales del amor? ¿O de lujuria? Las respuestas a estas preguntas pueden dar lugar a otras, como: ¿Puedo confiar mi corazón a esta persona? ¿Durará décadas? ¿Puede calmar el espíritu y sostener el alma?
En las últimas seis décadas, he aprendido que el amor es paz en los silencios, la total comodidad de la cercanía física sin necesidad de palabras ni angustia en su ausencia.
Cuando compartimos palabras, el amor es la capacidad de escuchar y oírlo todo, sin necesidad de interrumpir para exponer nuestros propios pensamientos. Más bien, hay que deleitarse con las palabras de la persona amada, probarlas, saborearlas y luego masticarlas un poco antes de pronunciar nuestra opinión o valorarlas con nuestro juego personal de estrellas Michelin.
El amor no es sentirse herido porque tu pareja no pronuncie constantemente las palabras «te amo» en voz alta, porque es evidente en sus acciones, grandes y pequeñas: el aliento que te da en todos tus emprendimientos, su creencia en tu capacidad para triunfar y su apoyo en tu camino hacia todos tus logros, los constantes ofrecimientos para que elijas lo que prefieras, ya sea la elección de la comida, los muebles, la película, ya que tu felicidad y alegría sostienen la fuente de las suyas.
El amor es la inexistencia de celos porque tu pareja te conoce y confía en ti implícitamente.
El amor es la sensación de confort y calidez que te envuelve como una suave manta polar que aleja todos los escalofríos cuando estáis juntos o incluso cuando sólo piensas en tu compañero de vida.
En el amor, sin embargo, la armonía no está garantizada; de hecho, es muy probable que haya rocas y escollos en varios puntos de las curvas y recodos de tu camino, a veces luminoso y claro mientras serpentea a través de prados sembrados de flores, pero ocasionalmente conduciéndote a través de las espesas zarzas de un bosque oscuro y prohibido.
Pero el amor ni se rinde ni se da por vencido. El amor encuentra formas de superar cada obstáculo y despeja un camino por el que avanzar, sin culpar al otro de haberte desviado, al menos no intencionadamente. Al final, sales de la oscuridad con un nuevo aprecio por la luz cada vez más brillante que ilumina tu relación.
El amor por tu pareja, cuando la ves como una de las creaciones de Dios, una con cuya compañía el Creador te ha obsequiado, puede flaquear a veces, pero nunca se desvanecerá.
Hace sesenta años, Don y yo entramos no sólo en el matrimonio, sino en el matrimonio bahá’í. El voto matrimonial bahá’í que cada uno de nosotros pronunció parece breve y sencillo, pero es, de hecho, muy profundo. Cada uno de nosotros pronunció ante los testigos el breve versículo que Bahá’u’lláh, el profeta y fundador de la Fe bahá’í, reveló en su Libro Más Sagrado: «Todos, en verdad, acataremos la voluntad de Dios».
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¿Cómo podemos dejar de tratar bien a nuestras parejas si seguimos la voluntad de Dios? Abdu’l-Bahá, el hijo y sucesor de Bahá’u’lláh, nos dio esta hermosa descripción del matrimonio bahá’í:
El matrimonio bahá’í es el compromiso de ambas partes, de una con la otra, y el apego mutuo de mente y corazón. Sin embargo, cada uno de ellos debe poner el máximo cuidado en informarse cabalmente sobre al carácter del otro, para que la alianza obligatoria establecida entre ellos sea un lazo que perdure para siempre. El propósito debe ser éste: convertirse en amorosos compañeros y camaradas, y estar unidos uno con el otro, por el tiempo y la eternidad. […] El verdadero matrimonio de los bahá’ís consiste en que el esposo y la esposa se unan tanto espiritual como físicamente, para que siempre se mejoren mutuamente la vida espiritual y gocen de unidad sempiterna en todos los mundos de Dios. Éste es el matrimonio bahá’í. – Selecciones de los escritos de Abdu’l-Bahá, p. 162.
Cuando nos conocimos, admiraba el carácter de Don y su sistema de valores, lo que me llevó un día a preguntarme: «¿Por qué no enamorarme de alguien como Don?». Y así lo hice. Aunque todos nuestros amigos intentaron convencernos de que no nos casáramos porque creían que no encajábamos bien, diciendo que nuestro matrimonio nunca podría ser una unión permanente, no hicimos caso de sus consejos. Hacían apuestas sobre cuánto duraríamos.
Hoy, 60 años después, me alegra compartir lo divertido que es para nosotros decir: «Los dejamos en ridículo, ¿verdad?». Ahora sé que todo se remonta a aquel voto bahá’í: «Todos, en verdad, acataremos la Voluntad de Dios».
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