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¿Qué saben los profetas y cómo lo saben?

Sidney Morrison | Dic 4, 2022

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Sidney Morrison | Dic 4, 2022

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Estas palabras de Bahá’u’lláh, que memoricé hace mucho tiempo, volvieron inmediatamente a mi mente cuando contemplé la posibilidad de escribir acerca de uno de mis pasajes favoritos de las enseñanzas de la Fe bahá’í

¡Oh Rey! Yo no era más que un hombre como otros. Dormía en mi lecho cuando he aquí que las brisas del Todo Glorioso soplaron sobre Mí, y me enseñaron el conocimiento de cuanto ha sido.

Susurré el pasaje de memoria, todavía conmovido por las palabras que sirvieron tanto de llamamiento a un poderoso monarca como de descubrimiento personal que cambió mi vida. Mi recuerdo, sin esfuerzo y sin errores, me sorprendió, ya que hacía muchos años que no pensaba en el llamamiento de Bahá’u’lláh a Nasiri’d-Din Shah, el rey de Persia de 1848 a 1896.

Cuando era joven, había decidido recitar esas líneas iniciales de la tabla de Bahá’u’lláh al Sha durante las charlas llamadas «hogareñas» dirigidas a los buscadores espirituales sobre los principios y la historia de la Fe bahá’í. ¿Por qué? Porque el llamamiento de Bahá’u’lláh me conmovía profundamente. Revelaba la alegría y la angustia paradójicas asociadas al servicio de una vocación elevada; sugería los grandes costes que conlleva el compromiso; y planteaba preguntas comunes a todos nosotros cuando llegamos a una encrucijada importante en nuestras vidas.

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Por supuesto, esta encrucijada no era común; y Bahá’u’lláh no era un hombre corriente. ¿Cómo describir o explicar el momento de la revelación, el reconocimiento de que, como profeta y fundador de una nueva Fe, hablan en nombre de Dios a toda la humanidad?

Como en tantas cosas que conciernen a lo inefable, solo la metáfora puede ser suficiente. Bahá’u’lláh continuó:

Esto no es de Mí, sino de Uno que es Todopoderoso y Omnisciente. Y Él Me ordenó elevar Mi voz entre la tierra y el cielo, y por eso Me aconteció lo que ha hecho correr las lágrimas de todo hombre de entendimiento.

A lo largo de los anunciamientos de su nueva revelación, Bahá’u’lláh se negó a atribuirse el mérito personal de sus afirmaciones, y luego pidió al monarca que constatara la veracidad de su carácter y de su historia. Luego viene su inolvidable evocación de la sumisión a la voluntad divina: 

Ésta no es sino una hoja que han agitado los vientos de la voluntad de tu Señor, el Todopoderoso, el Todoalabado. ¿Puede estarse quieta cuando soplan los vientos tempestuosos?

Con esta pregunta retórica terminaba mi recitación en la reunión hogareña, y el efecto en la audiencia era siempre el mismo. Se producía un silencio momentáneo, un reflejo fascinante de incertidumbre y asombro mientras todos nos enfrentábamos a nuestro propio momento existencial, contemplando las cargas del destino y preguntando, ¿podemos encontrar un propósito en algo más grande que nosotros mismos?

Para Bahá’u’lláh la respuesta, evidente e innegable, le dio certeza y valor. Yo estaba como muerto cuando se pronunció Su orden”, él declaró. “La mano de la voluntad de tu Señor, el Compasivo, el Misericordioso, Me transformó».

Entonces Bahá’u’lláh escuchó una advertencia: «No temáis. Cuenta a su Majestad el Sha lo que te ha ocurrido».

Las referencias en su carta al Shah sobre lo que le ocurrió a Bahá’u’lláh se suceden con rapidez y sin elaboración. Tenemos atisbos, pero pocos detalles sobre el dolor y el sufrimiento que padeció. «No me aflijo por mí mismo», observó Bahá’u’lláh, evitando la queja o la autocompasión, a pesar de que el rey al que se dirigía le había encarcelado, torturado y convertido en un exiliado sin hogar.

Aun así, las alusiones a su sufrimiento me resultan frustrantes en su brevedad, y profundamente entrañables incluso cuando me entristecen. Esto puede parecer extraño, pero no soy de los que restan importancia a la humanidad de los mensajeros de Dios, pues es esta misma humanidad, las referencias al cansancio y al hambre, la admisión honesta del dolor y la fragilidad, el miedo que conlleva un gran compromiso, lo que inspira nuestra confianza, amor y lealtad. Sus lágrimas son las nuestras, y en ellas encontramos lo divino.

Solo puedo imaginar el desdén con el que el Sha recibió la carta de Bahá’u’lláh, probablemente considerada como una más de las muchas que el Rey recibía de aduladores, desesperados o agraviados, la mayoría de ellas con invocaciones halagadoras al ser real. Por el contrario, el tono de Bahá’u’lláh es apropiadamente civilizado y cortés, pero hay ironías inequívocas en él y a su alrededor. He aquí un prisionero, desterrado para siempre de su patria, que se atrevió a instruir al soberano que lo encarceló sobre cómo dirigir a su pueblo y servir a Dios. «Llevad esperanza a los corazones», declaró Bahá’u’lláh, y aunque Él afirmó que Dios había hecho del Sha «Su Sombra entre los hombres y el signo de Su poder para todos los que habitan en la tierra», está claro quién era el verdadero rey y quién el siervo.

El Sha vivió otros treinta años y murió en 1896, cuando fue asesinado y relegado a la oscuridad. Ahora solo es conocido por los especialistas en la historia persa del siglo XIX, y por aquellos que entienden que fue receptor de unas notables palabras de un extraordinario mensajero sagrado llamado Bahá’u’lláh, que se atrevió a proclamar, a un gran coste personal y con gran humildad, que Él era el Rey de Reyes y el Señor de Señores. 

Solo los verdaderos gigantes espirituales pueden mantener un equilibrio tan preciso.

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