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¿Son los profetas los espejos del Creador?

John Hatcher | May 15, 2021

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John Hatcher | May 15, 2021

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¿Funcionan los profetas y mensajeros divinos -los fundadores de religiones y civilizaciones enteras- como «espejos» del Creador?

Una analogía útil para explicar esta relación de intermediación entre Dios y la humanidad es mediante una imagen figurativa que compara a estas elevadas figuras con espejos, una idea empleada con frecuencia por Abdu’l-Bahá, el hijo de Bahá’u’lláh, el profeta y fundador de la fe bahá’í. Sin embargo, cuando esta analogía se entiende y se aplica de forma incorrecta, puede no aclarar el concepto que pretende explicar. De hecho, puede confundir toda la cuestión de la ontología de los profetas.

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Usando esta analogía, Abdu’l-Bahá compara la manifestación con un espejo perfecto, porque la manifestación tiene el poder de transmitir impecablemente todos los atributos infinitos de Dios. En este sentido, la manifestación puede ser descrita correctamente como una imagen idéntica a la del Creador, aunque permaneciendo siempre esencialmente distinta del Creador. Así, Abdu’l-Bahá explicó que la manifestación, aunque nos transmite las bondades de Dios, no es idéntica a la esencia de Dios, al igual que un reflejo del sol en un espejo, por muy brillante y cegador que sea, no es el sol real.

La manifestación tampoco es un trozo de Dios, la encarnación de Dios en la Tierra. Así, el espejo es el medio por el que recibimos las bondades y los atributos de luz, calor e influencia nutritiva del sol.

El problema de la analogía del espejo perfecto surge cuando se utiliza erróneamente para afirmar que nosotros, que somos finitos, no podemos soportar contemplar lo que es infinito, al igual que no podemos soportar contemplar el sol directamente. Por tanto, según esta interpretación, Dios envía las manifestaciones porque podemos soportar contemplarlas. Por supuesto, la lógica de tal explicación falla, porque si el espejo es perfecto, la luz y el poder que emanan de él serán tan brillantes e intensos e insoportables de contemplar como la fuente.

Los humanos no podemos mirar directamente al sol sin cegarnos, pero tampoco podemos mirar directamente su reflejo en un espejo.

Sin embargo, esta interpretación de la analogía es lógica e importante. Sin encarnarse en una forma humana y sin articularse en el lenguaje humano, los poderes, las bondades y los atributos divinos serían incomprensibles para nosotros. Pero al traducir la divinidad a términos y lenguaje humanos, los profetas y mensajeros divinos nos permiten comprender la naturaleza del Creador, aunque el profeta no se convierta literalmente en el Creador y no sea de la misma esencia que el Creador.

Este es exactamente el problema que tanto confundió a los presentes en el Sínodo de Nicea, que en el año 325 d.C. determinaron incorrectamente (por mayoría) que Cristo era «Dios», homoesus (de una misma esencia que Dios o Dios encarnado), un error que hizo que la siguiente manifestación, Muhammad, reprendiera a estos clérigos numerosas veces en el Corán.

En otras palabras, la imagen del espejo tiene valor porque explica que la manifestación divina puede ser un intermediario que nos transmite la divinidad sin llegar a ser Dios mismo, salvo en un sentido figurado. Así, podemos afirmar correctamente que la manifestación es el único medio por el que podemos comprender a Dios y que, en esta calidad de intermediario, los profetas funcionan como un conducto por medio del cual el Espíritu Santo se nos transmite por grados y se traduce en una orientación específica orientada a las exigencias de la época en que aparece la manifestación.

Pero al hacer esta afirmación, debemos tener siempre en cuenta la distinción de esencia y estación entre Dios y estos santos emisarios.

En consecuencia, una analogía que también puede ser útil para explicar la estación y la capacidad de la manifestación en la segunda etapa es la del prisma. En su capacidad de refractar la luz aparentemente blanca del sol en la infinita gama de colores que la componen, el prisma demuestra bien cómo los profetas y mensajeros, en calidad de maestros y emisarios, traducen el Espíritu Santo que emana de Dios -que no podemos comprender en su totalidad- en incrementos de poderes y virtudes específicos que podemos percibir, comprender y emular.

La analogía del prisma también tiene el valor adicional de demostrar que la gama de atributos es interminable, infinita, al igual que el espectro mismo es infinito, ya sea que procedamos hacia las ondas más largas de la luz (infrarrojos, microondas y ondas de radio), o hacia ondas cada vez más finitas (ondas ultravioletas, rayos X y rayos gamma).

Hasta aquí, pues, hemos trazado, de forma muy limitada y necesariamente abreviada, el proceso intermedio por el que podemos tender un puente entre los aspectos metafísicos y físicos de la realidad, para poder establecer una auténtica relación de amor con el tesoro hasta ahora oculto que es el Creador. Un ensayo de una parte de este proceso podría ser algo así:

De la Esencia Incognoscible de Dios emana el Deseo Primordial o Voluntad de Dios por medio del Espíritu Santo que transmite este deseo a la manifestación preexistente, que determina asumir una persona humana para ejemplificar la piedad en el comportamiento humano y las leyes explícitas, ordenanzas y estructuras sociales para la acción humana creativa instigada y promulgada, para que podamos progresar individual y colectivamente en nuestra relación de amor con Dios.

Sin embargo, antes de que podamos hacer este progreso, hay que cruzar otro puente, análogo a los medios por los que el Tesoro Oculto hace que Su propia voluntad se manifieste en la realidad física. Nuestra propia realidad esencial -nuestra alma- es igualmente un tesoro oculto, una esencia incognoscible, sobre todo mientras moramos en esta existencia física post-embrionaria.

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De nuestra alma emana nuestro espíritu, y con él los poderes y facultades del alma que se expresan como razón, voluntad, memoria, imaginación o ideación, emoción, amor, etc. Somos conscientes de que la razón -lo que Bahá’u’lláh llama la «facultad racional»- está asociada al cerebro, aunque no está en sí misma «en» el cerebro, ni se deriva del cerebro, contrariamente a las suposiciones materialistas. Como explica Abdu’l-Bahá en «Contestación a unas preguntas», se trata de una relación asociativa, similar a la relación entre el alma y el templo humano en su conjunto:

¿En qué parte del ser humano se puede encontrar, pues, esta mente que reside en él y de cuya existencia no cabe duda? Si examinaras el cuerpo humano con la vista, el oído o los demás sentidos, no lograrías encontrarla, aunque claramente existe. Por lo tanto, la mente no ocupa lugar, aunque está conectada con el cerebro.

En este sentido, el cerebro es un complejo transceptor, no la fuente última de nada. Cuando el cerebro y su poder de comunicación bidireccional están en un estado de salud, este puente entre la realidad esencialmente metafísica del alma y la construcción esencialmente física que es el cuerpo es transparente. El yo que sientes y el que presentas a los que te rodean son representaciones relativamente precisas y transparentes de tu naturaleza y condición espiritual. Sin embargo, cuando el cerebro se lesiona o se ve afectado por una enfermedad, un defecto o alguna forma de disfunción neurológica progresiva, la imagen especular del alma que es el yo físico y tu capacidad para hacer que ese vehículo retrate al verdadero tú se vuelven cada vez más distorsionados e inexactos.

Esta serie de artículos es una adaptación del discurso pronunciado por John Hatcher en la Conferencia de la Asociación de Estudios Bahá’ís de 2005, titulado El hurí del amor, que constituyó la 23ª conferencia en memoria de Hasan M. Balyuzi.

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