Las opiniones expresadas en nuestro contenido pertenecen al autor únicamente, y no representan puntos de vista de autoridad en la Fe Bahá’í.
En esta serie de artículos, intentaré compartir mi odisea espiritual personal, que abarca continentes y paisajes culturales, desde la Iglesia de Dios Universal hasta la fe bahá’í.
Al igual que los israelitas de Moisés, que vagaron por el desierto durante 40 años en busca de la tierra prometida, yo he pasado, muy lentamente y por una ruta aparentemente tortuosa, a menudo atravesando terrenos familiares, de vez en cuando aparentemente perdido y sin rumbo, de un compromiso con el cristianismo a una devoción más profunda y amplia por las enseñanzas bahá’ís.
¿Cómo abandona un teólogo, pastor y cristiano comprometido como yo ese camino de toda la vida y se embarca en el viaje espiritual que ofrecen las enseñanzas bahá’ís? He relatado toda la historia, una compleja trama, con hilos que abarcan pruebas y triunfos, en tres libros: «El Pueblo del Signo», «La Dureza del Corazón» y «La Vara de Hierro». Esta trilogía resume la evolución de mis creencias y valores mientras navegaba por las complejidades de la exclusividad religiosa en un camino hacia la diversidad y la unidad.
Empecemos por el principio.
Ascenso a la prominencia en la Iglesia de Dios Universal
Incluso de niño, quería servir de algún modo en el reino espiritual.
Mi ascenso dentro del clero de la Iglesia de Dios Universal me llevó a sumergirme en búsquedas lingüísticas, dominando el alemán, el francés y el sueco, y aprendiendo ruso lo suficiente como para ser peligroso, en mi deseo de servir a Dios, dondequiera que me enviara.
Esto me llevó, cada vez más, a oportunidades de servir apasionadamente en programas juveniles de la Iglesia de Dios en Escocia, Sudáfrica, Alemania, Austria y Estados Unidos. Este servicio, a su vez, me llevó a pastorear iglesias en Alemania, Suiza y Estonia, y a cosechar éxitos detrás del Telón de Acero, en Polonia en particular, y durante un viaje crucial a Rusia, durante el golpe de estado que condujo a la desaparición de la Unión Soviética. Mi dedicación, y estas experiencias, dieron como resultado mi nombramiento como Asistente y posteriormente Director Interino de Ministerios de Familia a nivel mundial, en la sede de la Iglesia de Dios Universal, en Pasadena, California.
Mi camino espiritual parecía escrito en piedra, pero no podía prever lo que me encontraría en él.
Cómo entender el mosaico de creencias
La desintegración de la Unión Soviética, de la que fui testigo de primera mano, fue paralela al cisma que desgarró la Iglesia de Dios Universal, justo cuando yo personalmente ascendí a la prominencia mundial dentro de esa organización.
Sentí simpatía y comprensión por las diferentes perspectivas de los tres bandos principales del cisma doctrinal, ya que cada una de las facciones en pugna intentaba reclutar mi participación. A través de estas diversas experiencias, adquirí una profunda comprensión al ser testigo de la inclinación humana compartida a creer en la rectitud de las propias convicciones. Se hizo evidente que, independientemente de la nacionalidad, la religión, la ideología o la identidad, las personas de todo el mundo creen que sus puntos de vista son correctos y, por lo tanto, los consideran las únicas soluciones a los retos de la humanidad.
Reconocer las piezas del rompecabezas
Fundamentalmente, mi viaje me ayudó a darme cuenta de que parte de la respuesta está, de hecho, contenida en las creencias de cada persona. Poco a poco me di cuenta de que, desde Sudáfrica hasta Suecia, desde Suiza hasta la Unión Soviética, desde Israel hasta Estonia, la gente estaba impulsada por un sincero deseo de contribuir a mejorar la humanidad.
Sin embargo, el mosaico de perspectivas diversas también subrayó la importancia de reconocer que, aunque todo el mundo puede tener una o más piezas, ninguna persona posee el rompecabezas completo.
Con el tiempo, me quedó claro que, al no llegar a un acuerdo entre nosotros, ninguno tenía todas las respuestas. Así que renuncié a mi puesto para separar mi fe de mi sueldo, iniciando una exploración independiente de la verdad y una búsqueda para encontrar dónde estaba Dios más activo entre los fieles.
Viajé literalmente por todo el mundo, centrándome finalmente en la India, antes de encontrar la respuesta que buscaba en mi propio jardín.
Conocí a la comunidad bahá’í de Pasadena porque se reunía formalmente en uno de los edificios ya desaparecidos de la Iglesia de Dios Universal, en el extenso campus del Ambassador College, donde obtuve mi licenciatura en teología. Yo había servido, como estudiante, décadas antes, en este mismo edificio: el Centro de Justicia Occidental.
Dios sí que tiene sentido del humor.
Un viaje hacia la integración
Mi propia conversión del cristianismo a la fe bahá’í atestigua el poder de la búsqueda de la unidad en medio de las diferencias doctrinales.
En el sectarismo con el que me encontré aprendí que ninguno de nosotros tiene todas las respuestas. Cuando pretendemos, o peor aún, profesamos que las tenemos, lo que conseguimos es lo contrario de la paz: desunión, discordia y división. Esto separa a la gente en lugar de unificarla.
La fe bahá’í, que abraza la diversidad en lugar de la división, me ofreció un refugio espiritual donde las diferencias se valoran, no se condenan. Las enseñanzas bahá’ís exigen coherencia intelectual y compromiso espiritual, las piedras angulares para construir la armonía religiosa que todos deseamos. Ninguno de nosotros puede lograrlo solo. Solos, podemos ir rápido, pero a menudo en la dirección equivocada. Para llegar lejos, tenemos que ir juntos.
Compartir percepciones, buscar la armonía
El principio bahá’í de la unidad humana resuena profundamente con todas las lecciones, a veces duramente ganadas, de mi viaje personal de fe. He visto lo que la desunión puede hacer a las personas y a las instituciones y he aprendido que, a pesar de nuestras diferencias, todos somos hilos del rico tapiz de la humanidad. Solo reconociendo y respetando los puntos de vista de los demás podremos comprender realmente el panorama completo, guiados por la suave luz de la revelación divina.
Cuando me enteré de esta última revelación, recién llegada a la humanidad por Bahá’u’lláh, el profeta y fundador de la fe bahá’í, todo cambió.
Más allá de la división, abrazar la unidad
Las enseñanzas bahá’ís nos aseguran que la unidad de la humanidad está divinamente asegurada, pero el camino hacia esa unidad exige un esfuerzo consciente y un compromiso inquebrantable.
Cuando conocí la fe bahá’í, me sentí profundamente conmovido por una carta de 2002 del órgano supremo de la fe bahá’í dirigida a todos los líderes religiosos del mundo. Titulada «Una misma fe», fue decisiva para ayudarme personalmente, y quizá quieras consultarla aquí.
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Esa carta, escrita por la Casa Universal de Justicia, la institución administrativa mundial elegida democráticamente por todos los bahá’ís, comienza de esta manera esperanzadora y amorosa:
A las Autoridades Religiosas del Mundo,
El legado perdurable del siglo XX ha consistido en que forzó a los pueblos del mundo a verse como miembros de una sola raza humana, y al mundo como la patria común de esa misma raza. Pese a la violencia y conflictos que aún ensombrecen el horizonte, aquellos prejuicios, que parecían consustanciales a la naturaleza de la especie humana, hacen quiebra por todas partes. Con su precipitación van cayendo las barreras que por largo tiempo dividieron a la familia del hombre convirtiéndola en una Babel de identidades incoherentes de origen cultural, étnico o nacional. El que un cambio tan fundamental haya ocurrido en tan breve período—casi de la noche a la mañana en la perspectiva del tiempo histórico—sugiere la magnitud de las posibilidades futuras.
Aprendí que las enseñanzas bahá’ís ejemplifican la unidad religiosa como una pieza que falta en nuestra búsqueda colectiva de paz, seguridad y justicia.
Su llamamiento a la coherencia intelectual y al compromiso espiritual hace eco del principio básico bahá’í de la unidad, que invita a todas las personas a:
Elevad un clamor cual mar que brama; como pródiga nube, haced llover la gracia del cielo. Alzad la voz y entonad los cánticos… Extinguid los fuegos de la guerra, enarbolad las banderas de la paz, trabajad por la unicidad de la humanidad y recordad que la religión es el canal del amor para todos los pueblos… Así es el camino del Señor. Tales son sus dádivas. Tal es, de entre Sus enseñanzas, Su precepto de la unicidad de la humanidad…
Entonces la agresión se desmoronará y será destruido todo lo que conduce a la desunión, y será erigida la estructura de la unicidad, para que el Árbol Bendito dé sombra al Oriente y Occidente, y se establezca en las altas cumbres el Tabernáculo de la singularidad del hombre, y en sus astas flameen banderas que anuncien en todo el mundo el amor y la camaradería hasta que se agite el mar de la verdad y la tierra produzca rosas y perfumadas hierbas de bendiciones sin fin…
Estos inspiradores versos, escritos por Abdu’l-Bahá, hijo y sucesor de Bahá’u’lláh, nos invitan a explorar cómo las principales religiones, a menudo consideradas divisorias, nos guían en realidad hacia principios universales de amor, aceptación y unidad. Aplicando nuestro intelecto, podemos solventar las aparentes diferencias entre religiones y lograr la verdadera unidad.
Ahora que había descubierto estas nuevas enseñanzas, quería saber más.
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