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Religión

Simbolismos del camino espiritual

José Luis Marqués Utrillas | Ene 23, 2022

PARTE 1 IN SERIES La transformación interior

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PARTE 1 IN SERIES La transformación interior

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Algunos autores han descrito el progreso espiritual del alma como un castillo con varias empalizadas concéntricas por las que hay que ir adentrándose al encuentro de sí mismo y al encuentro con Dios. En el siglo ix Abu-l-Hasan al Nurí de Bagdad recurrió al esquema simbólico de siete castillos concéntricos del alma en sus Moradas de los corazones. Esa misma metáfora la usará Teresa de Ávila en su libro Las moradas o El castillo interior.

Más frecuente es describirlo como un viaje iniciático, tal como se presenta en El alquimista del brasileño Paulo Coelho: un viaje interior a través de etapas sucesivas sobre el terreno. En la larga tradición de viajes iniciáticos, podemos ver la Odisea, Jasón y los Astronautas, el Quijote o el Hobbit de Tolkien. Los místicos musulmanes encontraban un símbolo del progreso del alma en la historia de José, el hijo de Jacob, a quien su padre lo da por muerto al oler su camisa ensangrentada, pero la Vida lo lleva desde el fondo de un pozo a ser el primer ministro de Egipto (Génesis, cap. 37-50). Por ello encontramos frecuentes alusiones a José en los escritos de Bahá’u’lláh, el profeta y fundador de la fe bahá’í:

Y si con la ayuda de Dios encontrase en esta jornada alguna señal del Amigo sin rastro y de parte del mensajero celestial inhalara la fragancia del añorado José, ha de entrar directamente en El valle del amor. Y será consumido en el fuego del amor.Siete Valles, al concluir el Valle de la Búsqueda.

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Los siete valles

El poeta místico Farid ad-Din Attar (XII-XIII), en La conferencia de los pájaros (o El lenguaje de los pájaros), presenta el viaje iniciático de treinta aves a través de siete valles. Diferentes aves deciden encontrar a su legendario rey, Simorgh, a través de siete valles, como etapas difíciles de la iluminación. Muchas no pueden superar las dificultades y mueren o abandonan su búsqueda. Solo treinta aves llegan a su destino en la cima del monte Qaf, donde creen que reside Simorg. Al llegar a su destino, no lo encuentran, pero se dan cuenta de que ellos mismos son el Simorgh. En la lengua iraní (parsi o farsi), si significa treinta, y morgh, ave; por lo tanto, Si-Morgh es lo mismo que los treinta pájaros que alcanzan su destino: ellas son el rey, y el rey es ellas. Al encontrarse a sí mismos, han encontrado la Verdad Suprema, según la tradición citada por Bahá’u’lláh (El Libro de la Certeza y también en Pasajes XC):

Ha conocido a Dios quien se ha conocido a sí mismo.

Los estudiosos de la mística musulmana y cristiana –el sacerdote aragonés Miguel Asín Palacios, la portorriqueña Luce López Baralt y el sevillano José Antonio Antón Pacheco– constatan que el número siete de las etapas en el camino espiritual ha sido habitual, quizás por representar los siete días de la semana y los siete planetas conocidos en la antigüedad. Ese mismo esquema es el que sigue Bahá’u’lláh en “Los Siete Valles” para dar una visión diferente de tales etapas.

La ciudad anhelada

El objeto de esa búsqueda se ha simbolizado también con la llegada a una ciudad. Desde los primeros asentamientos humanos, el poblado era el lugar de la vida familiar y comunitaria, el refugio tras los trabajos en el campo o la caza. La ciudad es un poblado más grande y digno, donde se satisfacen todas las necesidades y conviven las familias al amparo de alguna autoridad y un orden. Para el viajero que recorre caminos difíciles, afrontando ventiscas, heladas y peligros, la ciudad es la meta deseada.

El capítulo 11 de la Carta a los Hebreos del Nuevo Testamento relata las penalidades de todos los personajes buenos de la Biblia (desde Abel y Noé hasta los profetas) que por la fe hicieron actos heroicos y sufrieron pruebas terribles para llegar a la Ciudad de Dios.

Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba. Por la fe, peregrinó por la Tierra Prometida como en tierra extraña, habitando en tiendas, lo mismo que Isaac y Jacob, coherederos de las mismas promesas. Pues esperaba la ciudad asentada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. – Hebreos 11,8-10.

El último libro de la Biblia, el Apocalipsis o Revelación, describe detalladamente la Ciudad de Dios o la Nueva Jerusalén que bajará por fin a la tierra cuando se cumplan las profecías.

Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya. Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: «Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él, Dios-con-ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado». Entonces dijo el que está sentado en el trono: «Mira que hago un mundo nuevo». Y añadió: «Escribe: Estas son palabras ciertas y verdaderas». – 21,1-5.

El Apocalipsis contrapone la Ciudad de Dios a la Gran Ciudad, la Babilonia pecadora, la ciudad de los gentiles, la ciudad poderosa a la que le ha llegado su juicio y su ruina (Apocalipsis 18). Se pueden ver profecías interesantes, como los 1260 días (42 meses de 30 días o «un tiempo, dos tiempos y medio tiempo», que equivale a tres años y medio, los 1260 días) que se corresponde con el año 1260 de la Hégira, en que se declaró el Báb. Incluso alguien ha visto representados doce principios bahá’ís en las doce puertas de acceso a la Ciudad (21,12-26).

La ciudad no necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero. Las naciones caminarán a su luz, y los reyes de la tierra irán a llevarle su esplendor. Sus puertas no se cerrarán con el día, porque allí no habrá noche y traerán a ella el esplendor y los tesoros de las naciones. – 21,23-26.

Uno de los libros más importantes de Agustín de Hipona (hacia el 400) fue La Ciudad de Dios. En él explica que a lo largo de la historia coexisten dos ciudades: la «ciudad terrenal» (Civitas terrea), la sociedad materialista dominada por el egoísmo, y la «ciudad de Dios» (Civitas Dei), que se va realizando en el amor a Dios y la práctica de las virtudes, en especial, la caridad y la justicia.

Esa Ciudad de Dios anunciada en el Apocalipsis y descrita por San Agustín ha sido el objetivo de los cristianos en esta vida, pero su llegada definitiva la esperan cuando se acabe el mundo y la historia. Los bahá’ís hemos comprendido que esa Ciudad Nueva la hemos de construir aquí. Jesús la anunciaba como el Reino de Dios en la Tierra y Bahá’u’lláh la designa como «el Nuevo Orden Mundial» (El Libro Más Sagrado, 181).

El equilibrio del mundo ha sido trastornado por la vibrante influencia de este más grande, este nuevo Orden Mundial.

Es una expresión que se ha utilizado de diversas formas (Hitler, Bush…), por lo que está mal entendida hoy día, pero quien la dio a conocer con un sentido positivo fue el presidente Woodrow Wilson, conocedor de los escritos de Bahá’u’lláh.  Se investiga el posible conocimiento (no reconocido oficialmente) que el presidente Wilson pudo tener de las ideas bahá’ís a través de sus hijas, pues una de ellas era bahá’í. También su secretario de Estado, William J. Bryan, había visitado a ‘Abdu’l-Bahá en Tierra Santa.

RELACIONADO: ¿Quisieras ayudar a construir una nueva comunidad global?

En sus catorce puntos para constituir la Sociedad de Naciones (1919) –precursora de la ONU– hace referencia a un “nuevo orden mundial” para referirse a una nueva forma de organizar las relaciones internacionales basada en la cooperación y la seguridad colectiva.

 Según la fe bahá’í, Nuevo Orden Mundial es la ciudad a la que caminamos, la ciudad que hemos de construir entre todos.

El surgimiento de una comunidad mundial, la conciencia de una ciudadanía mundial, el establecimiento de una civilización y una cultura mundiales … deberían ser considerados, por su propia naturaleza y en lo que a esta vida planetaria se refiere, como los límites últimos en la organización de la sociedad humana, aunque el hombre, como individuo y, es más, como resultado de tal consumación, deberá continuar indefinidamente su progreso y desarrollo. – Shoghi Effendi, El desenvolvimiento de la civilización mundial.

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