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Bob Ballenger | Jul 2, 2022

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Bob Ballenger | Jul 2, 2022

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En 1902, un intenso y aguerrido revolucionario ruso llamado Vladimir Lenin, decidido a derrocar el régimen opresivo del zar Nicolás II, esbozó su estrategia en un panfleto titulado «¿Qué hay que hacer?».

Lenin sostenía que la facción bolchevique, poco organizada, que él dirigía, debía reinventarse como movimiento político y difundir su mensaje entre las masas oprimidas de Rusia como la mejor manera de dar un golpe revolucionario para derrocar al odiado régimen zarista. Con el tiempo, la orientación de Lenin fue atendida, y funcionó.

«¿Qué hay que hacer?» es la pregunta central política, económica, pública y espiritual, no solo para los primeros bolcheviques, sino para prácticamente cualquier otra comunidad civil, social, profesional o religiosa.

RELACIONADO: ¿Los cambios económicos y políticos están conduciéndonos hacia un gobierno global?

¿Quién hace la política gubernamental?

La respuesta a «¿Qué hay que hacer?» está directamente relacionada con quien tiene la responsabilidad de llevar a cabo la política. En toda sociedad totalitaria, lo que hay que hacer suele depender de la acción de un único y poderoso líder cuya visión y voluntad determina el éxito de una estrategia y del Estado. Por ejemplo, en la irónicamente llamada República Popular Democrática de Corea, las decisiones de Kim Jong-Un, secretario general del Partido de los Trabajadores de Corea, tienen fuerza de ley, y cualquier desviación de las mismas es un delito.

En los Estados Unidos de América, las decisiones políticas, económicas y sociales sobre lo que hay que hacer las toman los partidos demócrata o republicano. Mientras uno de los dos partidos tenga el poder en el poder ejecutivo y en el Congreso, sus políticas y prácticas prevalecerán.

Los estados totalitarios adoptan una filosofía de gobierno descendente. El líder, aunque no sea necesariamente correcto, tiene un poder enorme e incluso incontrolado para hacer lo que él -históricamente, los estados autocráticos han sido casi siempre dirigidos por hombres- cree que es correcto.

La teoría de la democracia es que la mejor manera de resolver los conflictos entre los distintos puntos de vista es construir una dinámica política que responda a las necesidades de los grupos más grandes y poderosos. En una democracia, la mayoría manda.

Los regímenes autocráticos fracasan cuando sus líderes cometen demasiados errores y equivocaciones o se vuelven demasiado confiados y descuidados. Las democracias fracasan porque las políticas del partido en el poder se fijan en los beneficios a corto plazo para mantener el control político. Cuando estalla una crisis que no puede manipularse centrándose en los intereses de sus partidarios, el partido en el poder es incapaz de responder a la situación en declive y pierde el control.

¿Gobierna mejor un régimen autoritario o una república democrática?

El hecho es que ni los regímenes autoritarios ni los democráticos que tenemos hoy en día han demostrado estar a la altura de la tarea de gobernar en el mundo moderno, donde problemas globales como la degradación del medio ambiente, la paz y la seguridad internacionales y la desigualdad económica trascienden y desafían las fronteras y los intereses nacionales. Solo una forma evolucionada de gobernanza global puede responder de forma significativa a la pregunta «¿Qué hay que hacer?» en esta época. Las enseñanzas bahá’ís dejan claro este punto, como en esta breve cita del libro de Shoghi Effendi de 1938 «El orden mundial de Bahá’u’lláh«:

Debe necesariamente desarrollarse una forma de Superestado mundial, a favor del cual todas las naciones del mundo han de ceder voluntariamente toda prerrogativa de hacer la guerra, ciertos derechos de recaudar impuestos y todos los derechos de mantener armamentos, salvo con la finalidad de mantener el orden interno dentro de sus respectivos dominios. Dicho estado ha de incluir en su ámbito un poder ejecutivo internacional con capacidad para imponer autoridad suprema e incontrovertible a todo miembro recalcitrante de la mancomunidad; un parlamento mundial cuyos miembros sean elegidos por los habitantes de los respectivos países y cuya elección sea confirmada por sus respectivos gobiernos, y un tribunal supremo cuyos dictámenes tengan efecto obligatorio aun en los casos en que las partes interesadas no decidan voluntariamente someter el caso a su consideración.

Así que, asumiendo que nuestros sistemas de gobierno están evolucionando lentamente hacia ese «superestado mundial», ¿qué hay que hacer ahora?

Anteponer el proceso a la política

En realidad, a pesar de lo que dijo Lenin, esa es la pregunta equivocada. «¿Qué hay que hacer?» se centra únicamente en los métodos y los resultados. La cuestión mejor y más eficaz que hay que considerar: ¿Cómo debemos decidir qué hacer? Esa pregunta se centra en el proceso, no en la política.

¿Por qué es más importante el proceso que la política? Porque las políticas están siempre en movimiento y cambian, dependiendo de las circunstancias. Al igual que los planes de batalla, pocas políticas sobreviven al primer contacto con la realidad, y los gobiernos suelen acabar improvisando -a menudo mal- para hacer frente a las condiciones cambiantes.

El proceso, por el contrario, se centra en dos factores, la construcción y la adición: 

1. Construcción: ¿Qué ideas podemos aportar al problema?

2.  Adición: Más puntos de vista significan más posibilidades a tener en cuenta, por lo que habrá que generar un abanico de opciones más amplio y diverso.

El singular proceso de toma de decisiones que utiliza la construcción y la adición -conocido generalmente como «consulta» en la Fe bahá’í- desempeña un papel crucial, no solo en el funcionamiento de la propia comunidad global bahá’í, sino también como método eficaz de resolución de problemas en general.

En opinión de los bahá’ís, la mejor manera de resolver los retos grandes y pequeños es discutirlos con franqueza en un entorno abierto, no conflictivo y desprovisto de ego, presiones políticas y pasiones personales.

Los bahá’ís creen que es esencial fomentar y centrarse en aquellas cualidades del carácter que son críticas para el proceso de consulta exitoso, incluyendo la humildad, el desinterés, la compasión, la paciencia y la voluntad de considerar ideas y propuestas no tradicionales.

Esto puede parecer sencillo, pero nada de esto es fácil, y todo ello requiere una dedicación personal persistente, una formación diligente y una práctica constante.

La ventaja de la consulta bahá’í es que es cooperativa en lugar de competitiva, y se centra en arreglar el problema en lugar de buscar culpables.

Hay otra diferencia crucial, que se encuentra en el corazón del concepto bahá’í de humanidad.

A diferencia de todas las demás formas de gobierno político que creen que las personas son fundamentalmente egoístas y ensimismadas, un principio básico de la Fe bahá’í es que los individuos, como criaturas de un Dios amoroso, son inherentemente buenos y decentes.

Aunque es cierto que los seres humanos son falibles, cometen errores y a veces actúan de forma dañina y destructiva, es mucho más común que renuncien a su interés personal en un asunto y actúen para apoyar un interés común. Y lo que es más importante, se puede persuadir a los seres humanos para que sigan sus mejores instintos y actúen de forma productiva, eficaz y compasiva de forma sostenida.

Quizá Shoghi Effendi, el Guardián de la Fe bahá’í, comprendió el meollo de este asunto en una carta de febrero de 1924 dirigida a los bahá’ís de Estados Unidos, cuando escribió:

… el sello de la Causa de Dios no lo da la autoridad dictatorial sino la camaradería humilde, no el poder arbitrario, sino el espíritu de consulta franca y amorosa. Nada por debajo del verdadero espíritu bahá’í cabe esperar que reconcilie los principios de misericordia y justicia, de libertad y sumisión, de la santidad de los derechos de la persona y de sumisión, de vigilancia, discreción y prudencia por un lado, y de camaradería, franqueza y coraje por otro.

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