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Espiritualidad

Cómo mi traumática lesión cerebral se convirtió en un regalo

Mary Chiang | Jul 16, 2022

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Mary Chiang | Jul 16, 2022

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En los últimos años, he aprendido mucho sobre la aceptación. Aunque aún estoy lejos de ser muy calmada, practicar la aceptación de la voluntad de Dios ha tenido un profundo impacto en mi perspectiva, mi estado de ánimo y mi vida.

Al ser una mujer muy organizada y de caracter fuerte, solía sentirme más cómoda cuando podía controlar mi entorno. Pensaba que controlarlo todo me protegía y que un control rígido me convertiría en una «buena» bahá’í.

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Sin embargo, ahora me he dado cuenta de que el velo ilusorio del control rígido no es lo que significa ser bahá’í. Más bien, el control rígido proviene de la suposición arrogante de que cualquier simple mortal puede tener poder sobre la naturaleza y el universo.

Durante los dos últimos años, recibí dos regalos que me ayudaron a reconocer esa ilusión de poder y control, y a empezar a aprender que el desprendimiento, la humildad, la confianza en Dios y la aceptación de la voluntad de Dios eran formas mucho más potentes de protección y seguridad que el control rígido de mi vida. Ambos regalos profundos: experimentar un trauma cerebral severo y animar un grupo de empoderamiento espiritual juvenil de siete chicos de 13 años, me llevaron a un nuevo entendimiento y conciencia.

Sí, el trauma cerebral severo fue todo un regalo. Se lo explicaré.

Hace dos años, me trasladé al oeste de Filadelfia, en Pensilvania, para servir durante un año en un barrio formado principalmente por familias negras. Estaba ansiosa por empezar a trabajar junto a mi comunidad para aprender a construir unidad a través del Proceso de Instituto. El Proceso de Instituto, inspirado en las enseñanzas bahá’ís, se basa en las enseñanzas de Bahá’u’lláh y en su visión de cómo podemos construir comunidades unidas y cómo llegar a ser personas espirituales. El Proceso del Instituto funciona como un marco y una herramienta para que cualquiera que recorra un camino de servicio a los demás pueda dirigir su propio progreso intelectual y espiritual, y contribuya al avance material y espiritual de su comunidad. Este proceso está abierto a cualquier persona de cualquier origen, de cualquier fe o de ninguna.

Pero tres días después de mudarme a mi nuevo barrio, me golpeé la cabeza contra una mesa de granito con tanta fuerza que me causé un grave traumatismo cerebral, o contusión. Los días de dolor y mareo se convirtieron en semanas, y luego en meses. Los síntomas residuales de la conmoción cerebral duraron más de un año.

Esta lesión supuso una gran prueba espiritual para mí, una persona que pensaba que tenía que controlarlo todo.

Recién llegada a una nueva ciudad, quería lanzarme de inmediato a facilitar un grupo juvenil, a organizar devocionales bahá’ís y a participar en campañas intensivas de expansión. En lugar de ello, mi trauma cerebral me exigía que me sentara en silencio, sola, con solo un poco de estimulación mental, limitándome a apenas entre 2 y 5 minutos cada vez. No podía hacer nada que considerara «productivo».

Mientras me recuperaba, sin poder profundizar en los escritos bahá’ís ni en las oraciones, decidí memorizar algunos de los escritos de Bahá’u’lláh para reconfortarme. En concreto, trabajé en la memorización de este pasaje del libro de Bahá’u’lláh «Las palabras ocultas«:

¡OH HIJO DEL ESPÍRITU! No Me pidas lo que no deseamos para ti; conténtate, pues, con lo que hemos ordenado para ti, porque esto es lo que te beneficia, si con ello te contentas.

Aunque ya había leído este consejo espiritual antes, durante mi lesión, cuando ya no podía hacer nada de lo que había planeado o que me parecía «útil», esta cita me impactó de manera diferente. Sentí como si la voz de Dios me indicara que en ese momento no podía hacer nada para cambiar mi lesión. Solo si me conformaba con mi estado actual -aceptando lo que Dios había ordenado- podría experimentar la paz mental y permitir que mi cerebro sanara.

Otro fragmento de una oración de Bahá’u’lláh que he memorizado dice:

Si es Tu deseo, hazme crecer como una tierna hierba en los prados de Tu gracia, para que las suaves brisas de Tu voluntad me conmuevan y me inclinen en conformidad con Tu agrado, de modo tal que mi movimiento y mi quietud sean completamente dirigidos por Ti.

Mientras me repetía esta oración, me di cuenta de que aceptar la necesidad de mi cuerpo de curarse y estar quieto era algo «totalmente dirigido» por Dios. Aunque no quisiera estar lesionada ni estar quieta, tenía que practicar la humildad, el desprendimiento y la aceptación. Si una lesión requería que descansara y me recuperara, entonces debía ser lo correcto. Como un padre amoroso, sentí que Dios reconocía mi necesidad de desarrollar la humildad y la confianza en Él, colocándome en una situación que fortalecería esas cualidades en mi alma.

Creo que tenemos libre albedrío en la forma en que respondemos a las situaciones y desafíos. Pero los escritos de mi fe me recordaron que no puedo controlar todo lo que me sucede. En cambio, es Dios quien controla el océano de la vida, tanto si las olas se mueven tumultuosamente como si permanecen en una tranquila quietud. Nosotros solo podemos controlar la dirección que toma nuestro barco. Con mi conmoción cerebral, tuve que aceptar repetidamente que mi período de «quietud» permitiría a mi cerebro sanar, y aceptar lo que era necesario para que eso suceda.

Cuando reconocí que la conmoción cerebral podía ser un regalo de Dios, nuestro Creador todopoderoso, ya no la consideré un castigo o una carga. En cambio, sentí gratitud y amor hacia Dios. Cuando acepté mi condición, dejé de lado la culpa, la frustración y el odio a mí misma, y me encontré sintiendo más paz, más calma y más alegría. Había encontrado la libertad, no a través del control, sino aceptando la voluntad de Dios por encima de la mía.

Con la bendición de ser capaz de costear la fisioterapia, la terapia de la vista, y de tener un especialista en conmociones cerebrales compasivo, sabio y útil, un poco más de un año más tarde, empecé a servir en mi barrio de nuevo, esta vez mucho más activamente. Cuando me recuperé más o menos por completo de mi conmoción cerebral, empecé a apoyar a un grupo juvenil semanal compuesto exclusivamente por chicos de 13 años. A través de este servicio, experimenté otra oportunidad de practicar la aceptación. Aunque existían diversas fuerzas negativas que afectaban a este barrio, la propia comunidad mostraba resistencia, un profundo amor a Dios y un fuerte deseo de colaboración.

Sin embargo, cuando mi grupo de jóvenes se reunía, los retos de un comportamiento muy disruptivo y dañino desbarataban mis planes para cada reunión del grupo. El equipo con el que servía en el barrio me consolaba regularmente cuando lloraba después de cada reunión: «¿Qué estoy haciendo mal?».

Cuando me sentaba en silencio a reflexionar sobre el grupo de jóvenes, a menudo me culpaba por algo que no había hecho o por haber perdido la calma con los jóvenes. Sin embargo, al seguir acudiendo a las enseñanzas bahá’ís en busca de consuelo y apoyo, me di cuenta una vez más de que me aferraba demasiado al velo del control total.

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Bahá’u’lláh escribió: “Pon toda tu esperanza en Dios, y aférrate tenazmente a Su infalible misericordia. ¿Quién sino Él puede enriquecer al indigente, y librar al caído de su envilecimiento?”. Aunque sí era necesario planificar, estudiar y aprender, me di cuenta de que planificar y avergonzarme mentalmente no resolvería todos mis sentimientos semanales de desesperación y temor absolutos. Más bien, aprendí que mi actitud y mis expectativas de que «todo cambiaría» cada semana representaban una mentalidad que me producía dolor. Tuve que aceptar que el hecho de que me presentara y lo intentara no significaba que los chicos «cambiarían» automáticamente. Tal expectativa resultó ser defectuosa, egoísta, condescendiente y no la verdadera naturaleza del proceso del instituto, que gira en torno a la idea de que todos son protagonistas del cambio: que cada persona tiene el control de su propio crecimiento espiritual.

Me sentí sacudida hasta la médula cuando me di cuenta de que «¿quién más que Dios puede cambiar a alguien?». Puede que yo actúe como canal de Dios, pero al fin y al cabo, el poder y la fuente del cambio y la bondad es Dios.

Después de que empecé a leer esa cita con regularidad, comencé a responder de forma menos agraviante cuando las reuniones del grupo juvenil no salían como estaba previsto. Acepté que lo único que podía hacer era esforzarme, y que cualquier crecimiento espiritual que se produjera solo ocurriría con la voluntad de Dios y no con la mía.

Todavía estoy trabajando en aceptar los aspectos difíciles de mi vida y los momentos que no me agradan, pero he recorrido un largo camino. Por supuesto, mi aceptación de la voluntad de Dios nunca habría ocurrido sin que Dios mismo quisiera que yo progresara. He aprendido que los acontecimientos imprevistos y no deseados en nuestras vidas, o las cosas que no salen como queremos, no son castigos o cosas que hay que «superar». Más bien, estas experiencias son a menudo ordenadas por Dios, son regalos espirituales, oportunidades para que aceptemos y aprendamos con gratitud y de esa forma nuestras almas puedan crecer.

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