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Religión

La distinción fundamental entre Cristo y el Creador

Tom Tai-Seale | Ene 2, 2022

PARTE 19 IN SERIES Un plan ancestral desplegándose

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PARTE 19 IN SERIES Un plan ancestral desplegándose

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Al crecer en un entorno cristiano, no sabía nada sobre la teología cristiana, salvo que tenía que ver con un misterioso concepto llamado la trinidad y que Jesús era de alguna manera Dios encarnado. 

Sin embargo, de adulto me he dado cuenta de que sabemos tan poco sobre la naturaleza del Creador, que no estoy seguro de que la afirmación de que Dios se encarnó tenga mucho sentido intelectual. En general, esta afirmación parece demasiado grecorromana, algo que surgió de la cultura de la época y no de las enseñanzas reales de Cristo. 

El coste de esa afirmación de encarnación ha sido enorme: ha creado una barrera insuperable al cristianismo para la mayoría de los judíos, ha permitido a los cristianos creerse moralmente superiores a los judíos y, por tanto, tratarlos (y a otros) de forma vergonzosa, ha creado un sinfín de inútiles análisis teológicos y de «herejes» dentro del cristianismo, y ha puesto a los cristianos en desacuerdo con todos los musulmanes. 

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No es que Jesús fuera un hombre ordinario, no lo era. Era un Elegido de Dios, un mensajero divino con una misión divina, cualidades divinas, palabras divinas y actos divinos. Pero eso no lo convierte en Dios; lo convierte en su agente, su hijo, si lo prefieres, aunque no hay necesidad de ponerse físico con esta condición de hijo. Tampoco es necesario enredarse en la metafísica de lo que significa ser el hijo único y preexistente de Dios. El punto más esencial: Jesús fue el agente de Dios de una manera que nosotros no somos, y la gente fue llamada a seguirle.

Las enseñanzas bahá’ís dejan esto claro. Abdu’l-Bahá escribió:

… Los bahá’ís dicen que la soberanía de Cristo era celestial, divina, eterna, no una soberanía napoleónica, pasajera. La soberanía de Cristo se estableció hace poco menos que dos mil años, perdura todavía, y por toda la eternidad ese Santo Ser será exaltado sobre un trono eterno.

Pero los milagros, dirán algunos cristianos, ¿no demuestran que Jesús era Dios encarnado? No.

En primer lugar, en la antigüedad se creía que muchos hacían milagros. Basta con leer a Heródoto, que vivió cuatrocientos años antes de Cristo, para comprobarlo. Además, los milagros se atribuyen, con razón o sin ella, a los fundadores de todas las religiones y a muchos de sus seguidores. Por lo tanto, si se admite que la realización de milagros por parte de uno lo convierte en Dios encarnado, entonces, todos tendrían que ser Dios encarnado. Pero incluso si una persona fuera facultada por Dios para hacer milagros, eso no la convertiría en Dios. Solo significaría que fue facultado por Dios para hacer milagros. Por lo tanto, la apelación a los milagros para establecer que una persona era Dios encarnado no es creíble.

Al final, el cristianismo habría estado mejor servido si los primeros padres de la iglesia hubieran relajado su obsesión por tratar de explicar la realidad de Cristo y simplemente hubieran entendido a Jesús como un agente divino portador de la Palabra de Dios e investido de una majestad hasta entonces desconocida. No era un simple hombre, porque llevaba la Palabra de Dios y su vida revelaba una santidad nunca antes vista, pero no era el Creador del universo, aunque provenía de esa Fuente y se le dio autoridad para crear una civilización. 

Incluso el Libro del Apocalipsis trató de dejar clara la distinción crítica entre Jesús como hombre y Dios.  Cuando el ángel, que era Jesús, anunció que vendría pronto (Ap 22:7), Juan, al recibir la revelación, se postró para adorar al ángel. El ángel, sin embargo, reprendió a Juan diciendo: «¡No lo hagas! Soy consiervo tuyo y de tus hermanos los profetas y de todos los que guardan las palabras de este libro. Adora a Dios». 

Lamentablemente, en el cristianismo los padres de la iglesia no hicieron esto. Se centraron en definiciones arcanas enfatizando distinciones cristológicas que incluso ahora desafían la comprensión y la relevancia. Si se hubieran centrado más en promover una vida cristiana, quizás el mundo sería un lugar mejor.

Erigir la estatua de Jesús más grande del mundo o la cruz más alta del mundo, aparentemente la ocupación de muchos cristianos, no resolverá ninguno de nuestros problemas modernos. El objetivo del cristianismo nunca ha sido la deificación de Jesús; era y es construir el reino de Dios en la Tierra, construir una civilización celestial, no erigir ídolos gigantes. 

Las enseñanzas bahá’ís señalan que la construcción de un reino espiritual aquí, entre la humanidad, ha sido siempre el punto central de todo profeta y de toda religión. Abdu’l-Bahá escribió:

Todos los Profetas han sido enviados a la tierra con un propósito único; por eso Cristo Se puso de manifiesto, por eso Bahá’u’lláh elevó la llamada del Señor: para que el mundo del hombre llegue a ser el mundo de Dios; este dominio inferior, el Reino; esta oscuridad, la luz; esta perversidad satánica, todas las virtudes del cielo; y que toda la raza humana conquiste la unidad, la hermandad y el amor, que reaparezca la unidad orgánica y sean destruidas las bases de la discordia, y que la vida eterna y la gracia sempiterna se conviertan en la cosecha de la humanidad.

Así, mientras que Cristo, Buda o Bahá’u’lláh nos trajeron el mensaje que nos permitiría construir el reino de Dios aquí en la Tierra, el mensaje en sí mismo, y el sagrado impulso que hay detrás y dentro de él, vino directamente del Ser Supremo.

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